El humo y las letras

13936462_930148567130699_1013156982_n.jpgAquí no hay playa, no hay ciudad, no hay adónde ir, así que lo único que puede hacer uno es quedarse en casa. Es por eso por lo que nunca salgo de casa, aunque digo «nunca», pero realmente salgo casi cada tarde a caminar unos treinta minutos, a no ser que tenga que ir a la licorería a reponer provisiones, lo que me conlleva una media de cuarenta minutos en total. Nunca he tenido carné de conducir, por lo consiguiente nunca he tenido coche, y el supermercado más cercano está a diez kilómetros al sur. Pero gracias a este primer mundo tan hiperdesarrollado, puedo hacer la compra mensual por internet.

Hace seis años que me quedé viudo y hace cuatro que mi carrera como escritor cesó. Tengo dinero de sobras gracias a los derechos y a lo que me llega en mi cuenta bancaria cada mes por los ejemplares que se van vendiendo, así que a mi edad no tengo más que preocuparme de que no se me acabe la ginebra. Esa es otra. Bebo mucho. No tanto como Hemingway pero si lo suficiente como para no acordarme de la época que engloba  1997 y 1998, cuando publiqué mi quinto libro. Durante esos años prácticamente era un Hunter S. Thompson en potencia, incluyendo la cocaína y todo, aunque hace años que me quité de esa mierda. La diferencia entre él y yo es que él fumaba Dunhill’s y yo Lucky Strike, él bebía Chivas y yo ginebra Gordon’s, pero lo que más nos diferenciaba es que él era bueno, joder, era Dios, y yo un escritor de best-sellers de poca monta, otro «casi millonario» más.

Desde que a mi mujer se la llevó un cáncer de útero solo he escrito un libro, que era más bien una especie de apología por ser aquél marido hijo de puta que fui. Desde entonces solo he escrito relatos de mierda sobre gente inútil. Y os sorprenderá saber que ninguno de los protagonistas era yo.

Esta mañana, he leído en el periódico local que Jane Dunham, la hija del alcalde, ha ahogado a su hijo de tres meses en la bañera y minutos después se ha ahorcado con el cable de la lámpara. Desde ese momento no paro de pensar en ese poder que puede tener cualquiera para acabar con su vida o con los de su alrededor. En mis libros han aparecido decenas de muertes y asesinatos. Era yo quien decidía sobre sus vidas, yo era el titiritero que manejaba las cuerdas para que el asesino apretase el gatillo. A lo mejor ahora mismo hay otro titiritero manejando una marioneta que se dirige a mi casa para matarme. De hecho sería algo de lo más corriente, soy rico y aún lo bastante famoso como para que se acuerden de mi cumpleaños en las redes sociales, así que sería normal que quisieran acabar con un vejestorio como yo. Hasta yo me mataría para quedarme con mi dinero.

Creo que he oído pasos en el porche.

Qué mas da, voy a por otro vaso de ginebra.

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